Hasta el menos fanático está al tanto de la vida deportiva de Luis Rodríguez. Es que hizo goles de todos los colores, aunque siempre su mejor tono es y será el celeste y blanco. Lleva apenas 118 gritos con la camiseta de Atlético. Está a uno de igualar a Juan Francisco Castro. Nada, ¿no? Y por cómo viene la mano, la historia será suya. Toda, como de costumbre.
A los 32 años, jura sentirse más vigente que nunca. “Siempre quiero más, sino me hubiera retirado ahora”, dice el artillero en su Simoca natal, donde está su familia, su casa, la única que nunca abandonará, porque allí decidió construirla. Está con sus amores: sus hijos, Bautista y Milo; Paula, su esposa; mamá “Bety” y papá “Pocho”, sus ocho hermanos, del mayor al menor.
Simoca es la tierra donde nació Rodríguez. Pero Simoca, en algún momento de su prematura juventud, le quedó chica. “No sentía que iba a poder hacer lo que yo quería”. Quería ser futbolista. Era bueno, muy bueno. “Pero yo me creía del montón. Igual, a prueba que iba, prueba que pasaba”. Entonces llegó el diablo en su versión representante de futbolistas. Le ofrecieron ir a Europa. “Imaginate, de Simoca a Italia. Les pedí a mis papás que firmaran. Me quería ir”. Bueno, la experiencia fue de terror y le quedó la sangre en el ojo. Quizás para siempre. “Sé que tengo condiciones de jugar en Europa. Todo aquel que juega en el fútbol argentino está capacitado, porque nuestro fútbol es uno de los mejores del mundo, a mi entender”.
OTRA PREDICCIÓN. “Dije que me iba a tatuar a mis hijos”.
Llegó hasta el Inter Luis, pero una jugada sucia de quien lo había presentado lo acorraló en un negocio del que él jamás vería un peso. Siguió hasta España y luego a Rumania. Fueron todas pálidas en tres años, hasta que logró regresar a Simoca. A casa. A colgar los botines.
“No quería jugar más. Primero, porque al irme, debía esperar dos años para desligarme de lo que había firmado. Y segundo, sentía que ya lo había hecho todo”, cuenta el reciente ganador del premio que otorga LA GACETA al Mejor Deportista de 2017, tras ser elegido por un jurado de notables.
“Este es el segundo, ocho años después. Es increíble. No me lo esperaba”, se ríe el capitán de Atlético, que quizás hoy no sería nadie en el fútbol de no haber sido por uno de sus sostenes, Walter, el mayor y dueño de su apodo también. Porque Walter es el verdadero “Pulga” de los Rodríguez.
“No me preguntés cómo, porque al día de hoy me miente. Lo cierto es que ocho meses después de haber dejado de jugar con 18 años, él recuperó mi pase”. Era volver a empezar. Pero nada lo conmovía. Luis seguía empecinado en no pisar más una cancha de fútbol.
Su segundo sostén, mamá, lo cuidó y bancó en todas. Luego llegó la tercer pata de su mesa emocional vestida con el nombre de Paula y futura esposa. “La conocí en San Miguel un día que mi hermano me invitó a comer un asado. Me la encontré y hablé con ella. Le pedí que me ayudara a conocer la ciudad. Ni dos cuadras conocía.” Mientras habla, a “Pulguita” se le iluminan los ojos como si hubiera hecho el gol en la final del próximo Mundial de Rusia 2018, pero 12 años antes. Fue amor a primera vista...
LOS RODRÍGUEZ. Paula, Milo, Luis y Bautista posan con los premios de LA GACETA.
Lo suyo también fue una relación encubierta. Ella era menor. “Tenía 15 o 16 y 20 o 21, je”. Aparte, Luis no se presentaba como un partido con futuro muy alentador. No le gustaba lo que hacía, su trabajo. “Era albañil, ganaba 200 pesos. Pero cuando la conocí a ella, ni trabajo tenía”, revela mordiéndose el labio.
De hecho, al día de hoy se ríe de una anécdota que perdurará en la familia por siempre. “Le conté a mi mamá que iba a viajar a ver a Paula. Me dio $ 10, que era todo lo que tenía y alcanzaba para un viaje de ida y vuelta. Al llegar, no entendí las indicaciones que Paula me había dado para llegar a su casa. Que camine una cuadra hacia donde van los autos y que a la siguiente doble y siga por donde van los autos. Me bajé en la esquina de Balcarce y Santiago y debía ir hasta la Monteagudo y Corrientes. A la vuelta. Perdido, tomé un taxi”. Moraleja: hasta al más zorro (del gol) puede escapársele la gallina.
“El viaje me costó $ 2, así que con los 3 que me quedaban creía que podía llegar en colectivo hasta Bella Vista. Y después, claro, caminar los 30 kilómetros que faltaban hasta Simoca”, su destino parecía sellado. Pero se animó y habló. Raro. “Antes de despedirme le terminé contando a Paula lo que me había pasado. Ella me salvó y me dio los $ 2 para completar el pasaje de vuelta. Por eso ahora le digo que le pagué con creces el dinero que me prestó, je”.
LA MEDALLA DE LA COPA. “Salir segundo de Argentina es un orgullo”.
Cabeza dura
Rodríguez se autodenomina como un tipo que siempre intentó valerse por la suya. Aún cuando el dinero en sus bolsillos era lo más parecido a un espejismo en el desierto. Es testarudo, de hablar poco pero cuando lo hace, lo hace con carácter. Su forma de ser, al fin y al cabo, se complementa a la perfección con el otro gran ídolo del club, Cristian Lucchetti, con quien se lleva “de 1.000”. “Jamás nos peleamos, ni hubo problemas entre nosotros. Jamás hubo interna de vestuario por tener un poder inexistente. Los dos supimos respetar el lugar del otro. Al día de hoy, que no lo tengo cerca, seguimos en contacto. Esperemos se recupere pronto”.
Quizás “Pulguita” no sea tan cabeza dura como Walter. “Tuve un problema en Simoca y fue él el que me obligó a volver al fútbol. Siempre confió en mí”. El ahora extinto UTA, que alguna vez supo ser una usina de grandes proyectos, hasta que dejó de ser negocio y desapareció, le abrió las puertas a su regreso. “Omar Marchese era el técnico. Le dijo a Walter que no hacía falta que haga una prueba porque él ya sabía cómo jugaba yo. Me había visto en Racing de Córdoba (2004/5)”, cuenta.
“Mi sueldo eran $ 500, de los cuales $ 100 iban para el abono del colectivo, $ 100 para mí y el resto se lo daba a Paula, para que me comprara ropa. Era un desastre vistiéndome, ja”, vuelve a entrar en sintonía con la vergüenza de la risa cómplice “Pulguita”. “Yo veía que era barato y compraba. No me pidas en ese momento combinar colores y eso. Casi vivía con lo puesto, ja”, dice ahora y acepta haber caído en la moda de hasta usar chupines.
Dos zapatos, un tesoro
Si algo aprendió Rodríguez es a no derrochar el dinero. “Jamás tuve ningún tipo de necesidad de gastarlo. De hecho, creo que el dinero no es importante en la vida. Para mí es una oportunidad para dejarle algo a mis hijos. Quiero que ellos no pasen lo que pasé yo”.
Si al planeta fútbol le borraran la memoria por unas horas y lo concentraran frente a la casa de Luis, nadie supondría que allí vive la máxima figura del “Decano”. Es que podría vivir quizás en una mansión. No le importa. Tiene todo lo que siempre deseó. “No necesito un castillo. Tengo el quincho que quería, la pileta. Esta parte me tocó a mí, y el resto de la casa -señala- a Paula. Construimos la casa que siempre anhelamos”, agrega Miguel. Así es llamado entre sus familiares.
Hubo un tiempo en que los techos no eran a dos aguas, ni había acondicionadores de aire por doquier, menos smart TV. No había casi nada. Eran tiempos difíciles. De hecho, cuando llegaba la hora del baile, de ponerse pituco, Luis apelaba al único tesoro que cuidaba como oro. “Un par de zapatos que usaba únicamente para salir, porque después tenía un par de zapatillas para andar a diario. El problema era que con nosotros vivía un primo que no hacía nada. Entonces, los sábados me apuraba y me usaba los zapatos. No me quedaba otra que salir con zapatillas, ja, ja, ja”.
NINGÚN TESORO. Bautista patea el balón de los tres goles a Oriente Petrolero.
Ahora tiene zapatos. Bastantes. “Como nueve, creo. Es que me quedó la sensación de cuando no tenía y no quiero que me falten. El drama es que mis hermanos calzan lo mismo que yo, así que ahí pierdo, je. Por eso, cuando me compro para mí, compro para ellos. La macana es que te juro no sé cómo hacen, pero a los tres meses, ¡desaparecen los suyas y los míos!” Con los botines, Luis sufre por igual. “Tengo dos pares nuevos en casa y siete en el club. También me desaparecen, ja”.
Amigos, hermanos
No era un día para hablar de fútbol, pero obvio, es imposible no hacerlo. “Si en Atlético conseguimos todo lo que conseguimos es porque se formaron grupos humanos increíbles. Todos tiramos para el mismo lado. Por eso, si sumo lo que vivo en el club con lo que tengo en casa, puedo decir que soy inmensamente feliz. Que tengo todo. Pero como siempre quiero más, repito, me falta cumplir un sueño. Quiero ganar la Superliga con Atlético; que brillemos en la Libertadores”. Nada es imposible, al final de cuenta, ¿no?
Dos pasiones ocultas: el salto en alto y jugar al voley
“Pulguita” es algo vidente. Así lo afirma entre risas. Cuenta que a Paula, su mujer, le prometió en la pobreza que iba a darle un techo. También le aseguró que el primero de sus hijos iba a ser varón. “Costó, pero llegó. Y después vino el segundo. Estamos felices”, reconoce el capitán de Atlético cuando menciona a Bautista, el mayor de sus herederos, de 3 años, y del segundo, Milo, de apenas siete meses.
Lo quirúrgico de sus definiciones tiene un secreto. “Frente a la casa de mis padres había un arco que yo siempre usaba. Eran dos árboles. Grandes. Buscaba definir en las esquinas o por arriba, a los ángulos”, dice este fanático del... “Atletismo. En el colegio me encantaba salto en largo. Otra disciplina que siempre me gustó es el voley, pero como no soy alto -lamenta- tengo que ser armador, ja”, explica el ídolo que jamás pidió una foto. “No soy de sacarme fotos con famosos. Ni cuando estuve en la Selección. A Diego (Maradona) lo tenía de DT, cómo iba a pedirle una foto”.
Hay algo que sí haría: “Me gustaría poder hablar con Messi, saber de él”.